Cuando se castiga la protesta pacífica, pero no el ecocidio

Por Pia Björstrand, abogada ambientalista y socia de Omnia Legal en Estocolmo


Con su sentencia de julio, el Tribunal Supremo sueco ofreció una corrección muy necesaria a una tendencia preocupante. En un caso de activistas climáticos que bloquearon brevemente una importante autopista para poner de relieve la importancia de la restauración de los humedales y la aceleración de la crisis climática, el Tribunal dictaminó que la protesta no constituía sabotaje. Aunque perturbadora, la acción era claramente una expresión de los derechos constitucionales de los manifestantes a la libertad de reunión y de expresión.

Como abogada especializada en medio ambiente, acogí con satisfacción la decisión. Pero no puedo sentirme tranquila al respecto. Porque en toda Europa, y mucho más allá, el espacio para la protesta pacífica se está reduciendo rápidamente.

En Suecia, decenas de activistas climáticos han sido arrestados, detenidos y acusados en los últimos años por participar en actos de desobediencia civil no violenta. Se trata de actos simbólicos cuidadosamente meditados: sentadas en las carreteras, bloqueos, interrupciones diseñadas no para causar daño, sino para llamar la atención sobre él. Y, sin embargo, los participantes están siendo procesados por delitos graves, incluido el sabotaje, un delito que puede acarrear largas penas de prisión.

En la mayoría de los sistemas jurídicos, se reconoce el derecho a actuar en caso de emergencia, incluso si ello implica infringir la ley. Dada la magnitud y la urgencia de la crisis ecológica, ¿cómo puede no estar justificada moralmente, e incluso legalmente, la desobediencia civil?

La sentencia del Tribunal Supremo es un paso en la dirección correcta. Afirma, aunque de forma limitada, que la democracia debe dar cabida a la protesta moral, especialmente cuando la ley va por detrás de la ciencia y el fracaso político pone en peligro ecosistemas enteros, junto con las vidas y los medios de subsistencia que estos sustentan. Aún así, no debería ser necesaria una sentencia del tribunal más elevado del país para confirmar que la protesta pacífica no es un delito.

La contradicción más profunda persiste: mientras que quienes dan la voz de alarma son castigados, quienes se benefician de la destrucción de la Naturaleza siguen actuando con impunidad.

Manifestante ecologista en el Puente de Lambeth, Londres, en 2022. © Alisdare Hickson / Creative Commons 2.0.

No se trata sólo de un problema sueco. En el Reino Unido, una oleada de legislación contra las protestas ha provocado un aumento espectacular de las detenciones, entre las que se incluyen sindicalistas, activistas por la paz y defensores del medio ambiente. A principios de este año, más de 70 personas fueron detenidas en una marcha a favor de Palestina en Londres, entre ellas líderes sindicales y figuras destacadas de la sociedad civil. Los grupos de derechos humanos y los juristas han condenado estos acontecimientos como un peligroso ataque a las libertades democráticas. La Ley de Orden Público de 2023 del Reino Unido ha introducido nuevos delitos de gran alcance, como el “bloqueo” y la “interferencia en infraestructuras clave”, que penalizan tácticas de protesta utilizadas desde hace tiempo por los movimientos climáticos y de justicia social. En virtud de esta ley, los manifestantes se enfrentan a penas de prisión no sólo por acciones directas no violentas, sino incluso por llevar objetos considerados “aptos” para ser utilizados en protestas disruptivas. Liberty y otros grupos en defensa de las libertades civiles han advertido de que esta legislación supone un cambio profundo, ya que convierte la disidencia pacífica en un riesgo penal.

Vivimos en un momento en el que es más fácil ser arrestado por denunciar el colapso ecológico que por contribuir a él. Esa inversión de la ley, la moral y las prioridades es indefendible.

Por eso, también está cobrando impulso el movimiento para tipificar el ecocidio como un crimen.

El término ecocidio se refiere a la destrucción extensa o duradera de los ecosistemas, incluyendo actos como derrames catastróficos de petróleo, la tala indiscriminada de bosques antiguos o el colapso de sistemas fluviales enteros. En 2021, un panel de expertos jurídicos internacionales publicó una definición clara y aplicable: “cualquier acto ilícito o arbitrario perpetrado a sabiendas de que existe una probabilidad sustancial de que cause daños graves que sean extensos o duraderos al medioambiente”. 

Esta definición se ha convertido en la base de un movimiento mundial cada vez mayor para establecer el ecocidio como el quinto crimen fundamental del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, junto con el genocidio, los crímenes de guerra, los crímenes de lesa humanidad y el crimen de agresión.

En 2024, los Estados insulares del Pacífico de Vanuatu, Fiyi y Samoa presentaron una propuesta formal para modificar el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, con el fin de incluir el ecocidio como crimen internacional fundamental. Apenas unas semanas después, la República Democrática del Congo se convirtió en la primera nación africana en respaldar la iniciativa. Los legisladores de Escocia, la República Dominicana, la Polinesia Francesa, Italia, Perú están ahora impulsando legislaciones nacionales en paralelo, lo que indica un creciente consenso internacional al respecto.

En un evento paralelo a la Asamblea de los Estados Parte del Estatuto de Roma de 2024, el Enviado Especial de la República de Vanuatu para el cambio climático y el medio ambiente, Ralph Regenvanu, aborda la propuesta de su país para convertir el ecocidio en un crimen internacional. © Patricia Willocq.

Este impulso se está extendiendo a los sistemas jurídicos regionales. En marzo de 2024, la Unión Europea adoptó una nueva Directiva sobre delitos ambientalesque exige a los Estados miembros tipificar como delito los casos “comparables al ecocidio” para mediados de 2026. En mayo de 2025, el Consejo de Europa siguió su ejemplo con un nuevo Convenio sobre la protección del medio ambiente mediante el derecho penal, que permite el enjuiciamiento de actos “equiparables al ecocidio”. Y en una histórica Opinión Consultiva emitida a principios de este mes, la Corte Interamericana de Derechos Humanos dictaminó que la prevención de daños ambientales irreversibles constituye una norma de ius cogens, es decir, una norma imperativa del derecho internacional que no permite ninguna excepción. Esta opinión señala un cambio de paradigma jurídico, y se espera que influya en la jurisprudencia de toda América Latina y respalde el creciente reconocimiento mundial de la protección del medio ambiente como piedra angular del derecho internacional de los derechos humanos.

He pasado años en los tribunales viendo cómo quienes defienden pacíficamente la vida se enfrentan a procesos judiciales, mientras que los responsables de su destrucción quedan en libertad. Tipificar el ecocidio como delito/crimen establece un límite necesario —legal, moral y ecológico— al considerar que algunos daños son demasiado graves como para permitirlos. Declara que el derecho a un planeta habitable no puede sacrificarse por conveniencia política o por beneficios económicos a corto plazo. 

El Tribunal Supremo sueco rechazó acertadamente la idea de que la protesta pacífica constituye sabotaje. Sin embargo, los defensores del medio ambiente siguen siendo objeto de enjuiciamientos, mientras que los delitos más atroces contra la Naturaleza escapan a la justicia.

Necesitamos leyes que estén a la altura de la crisis y debemos proteger el papel esencial que las protestas pacíficas desempeñan en cualquier democracia que esté funcionando. Quienes dan la voz de alarma sobre la destrucción masiva del medio ambiente no son una amenaza para la sociedad, sino más bien son esenciales para su supervivencia.

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